lunes, 23 de septiembre de 2013

El duelo. Valle Inclán.

El duelo del título es tanto el que veremos hacia el final de la función como el duelo en el que se baten casi todos los personajes entre lo que hacen y lo que deberían hacer o lo que les haría más felices. Todos están insatisfechos. Todos viven una vida que no es la que quizá querrían, pero, en definitiva, "es mejor ser el primero en un pueblo que el segundo en una ciudad".



Laevsky se mudó a este rincón del Cáucaso con su querindonga para intentar ser feliz. Pero no lo es. Se debate entre su obligación moral de cuidar de ella y la repugnancia que siente por Nadiezhda. Incluso su mejor amigo, un bonachón que no se plantea grandes cosas le recrimina esta lucha. Su duelo es consigo mismo, por sentirse un miserable por jugar, gastar, endeudarse y estar con alguien a quien no ama (quizá nunca la ha amado) y tirar por la calle del medio y buscar su lugar en el mundo. Quiere huir pero se siente tan miserable que no puede. Y Von Koren es racional, alemán hasta la médula (menuda anticipación a la hora de definir a un nazi que tuvo Chéjov). Quiere solucionar los males del mundo aniquilando a los débiles, a los que impiden el progreso. Brutal y sanguinario. Presume de integridad aunque sabe que es un hijoputa. Una pobre mujer, insoportable, a la que nadie quiere, a la que todos utilizan y que solo desea sentirse amada. Personajes perdidos en el Cáucaso y perdidos en sus propias vidas y destinos. Cuando el enfrentamiento lleve al límite a todos ellos, la única solución es la catarsis, el duelo, el gran petardazo que te haga ver la salida, una salida.
La dirección de Anton Yakovlev es prodigiosa. Ya la escenografía, la luz maravillosa y la música dulce marcan un entorno poético a más no poder. Los actores se mueven por el espacio con absoluta naturalidad y control del espacio (esa huida por encima de las sillas, el picnic, el duelo o Von Koren a bordo de la barca salvadora omnipresente pero inaccesible son muestras de ese sentido poético totalmente integral y orgánico). Manejo del espacio asombroso, naturalidad dentro del artificio perfecto y unos actores de otro mundo. La escena de María (Olga Vasileva) es brutal. Cómo empieza la escena esa mujer, como progresa y cómo termina, es una lección actoral. O el diácono (fabuloso Valery Troshin) soltando casi como un autómata sentencias que ni sabe lo que quieren decir, pero que cree que son las que tocan en ese momento. Maravilloso cura que "va a ver el duelo y tiene amigos anarquistas". Evgeny Miller está apabullante como Von Koren. Lleno de crueldad y de mala hostia pero vencido por la debilidad del otro. Y Anatoly Beliy está desbordante. Hace un ejercicio de entrega y de profundidad dramática total y generoso. Si yo no quisiera ser como José Luis García Pérez, querría ser como Anatoly. Su monólogo antes del "suicidio" es asombroso.
En definitiva, un Chéjov hecho con soltura, vivo, lleno de personajes muertos pero sin pretender ser trascendente. Esto es hacer las cosas sabiendo uno lo que hace. Todo un ejercicio que cualquier amante del teatro debería ver.

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