viernes, 19 de septiembre de 2014

Petit Pierre. Abadía.

Carles Alfaro nos trae a la Abadía la historia de "Petit Pierre". Basada en el texto bellísimo de Suzanne Lebeau, cuenta la historia de Pierre Avezard, un crío nacido "antes de tiempo" sordo, mudo, medio ciego y deforme al que sus padres colocan como pastor, "el oficio de los inocentes". Mientras el resto del planeta vive momentos convulsos con dos guerras mundiales, el primer crack bursátil, el auge del nazismo y todos los acontecimientos brutales del siglo XX, Pierre irá construyendo un carrusel de sueños con restos de chapa y maderas. Un mundo paralelo al mundo y al discurrir que no le acepta por distinto, por diferente, por raro, por deforme, por único. El texto, del que se ha despojado de las ataduras lógicas de estar escrito originariamente el verso, es de una belleza brutal, seca, como de cuento cruel que te atrapa como te atrapan los cuentos de hadas trágicos y te va llevando entre su música a un terreno desolador y profundísimamente hermoso. La historia y la vida de Pierre es tristísima y dura. Con la dureza del diferente, del raro, del apartado. Aunque quizá esa diferencia fue la que le salvó. Ocupado en el cuidado de sus amigas las vacas, pudo pasar desapercibido en unos años (muchos) en los que la diferencia era sinónimo de muerte.



Con la excusa de contarnos la historia de Pierre, se va haciendo como sin querer un recorrido por la historia del siglo XX. Una historia y un siglo tan cruel como la vida de Pierre. 
El texto tiene una belleza acojonante, con momentos sublimes como la narración de la crueldad del nazismo, o la visita a París, o la muerte del padre. Yo confieso que empecé a llorar como un condenao a los diez minutos y el hipo me duró hasta bastante después de acabar la función. 
Si el texto es prodigioso, la dirección de Alfaro, el diseño de luces de Víctor Antón, la música de Albert Sanz y el espacio escénico creado por Jaume Policarpo son de la misma belleza y poesía. Perfectos, sugerentes, expresivos, respetuosos y tremendamente bellos también.
Y por supuesto... los artífices de dar vida a esa amalgama de poesía son los dos actorazos que hay en escena. Jaume Policarpo está fabuloso. El Pierre que encarna no puede ser más dulce, más tierno y débil. Sólo te dan ganas de saltar al escenario a abrazarle fuerte. Y Adriana Ozores es de otro planeta. Evidentemente, el trabajo de memorizar, dominar y asumir ese texto gigantesco es brutal. Pero absorberlo de la forma en que lo hace, dominarlo, vivirlo, jugar cada palabra es mérito sólo de los más grandes. La Ozores tiene una dicción perfecta y asombrosamente natural (cosa rara en estos tiempos de "naturalidad") y encima consigue que la emoción que tiene que sentir y que nos tiene que contagiar, ella logra que esa emoción fluya. No hay ni un sólo momento en el que ella busque el texto que va a continuación, sino que toda la función es un fluir de emoción en emoción y consigue que el hachazo que es este espectáculo vaya como flotando por la sala y casi como si fuera una sinfonía nos vaya calando en el espíritu de una forma sutil pero persistente. Para contarnos las cosas como nos las cuenta la Ozores hay que ser cómica de casta. Es casi como aquellos cómicos que iban por las aldeas. Cómica de las de antes, capaz de dar sentido a todas y cada una de las palabras que su corazón he escogido para contarnos esa historia cruel y devastadora.
Si la recompensa a este trabajo se tuviera que medir en premios, Adriana Ozores se debería llevar todos los del mundo mundial . Pero si la recompensa se mide en lo que has conseguido traspasar y emocionar al público, al menos conmigo ha conseguido robarme el corazón y el alma durante muuucho tiempo. 



Lo flipante es que éramos muy pocos espectadores, por debajo de medio aforo. Y sinceramente, es injusto. Un espectáculo tan sincero y bello merecería una respuesta salvaje por parte del público. Recomendadlo, pordiosssss, porque es una puta pasada.                

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