domingo, 5 de octubre de 2014

Mi pasado en B. Nave 73.

Ese ser con pinta de italiano de los años 50 te recibe personalmente en el escenario de Nave 73, te da un apretón de manos y ya te ha ganado. El artista se ha hecho carnal, has sentido la calidez de su mano, y como seres frágiles y receptivos que somos los espectadores, ese simple gesto lo recibimos como un acercamiento al alma del actor. "Vale, esto va a ser un juego entre amigos". 
Javier Lara y Pietro Olivera (director) son los dos artífices de este viaje. Un viaje a la España de los... 50, los 80, los 90... o no. Porque como bien dicen, al recordar puede que reinventemos la historia. 




La "anécdota" es contar, o rememorar, o inventar la historia de esta saga familiar, con un padre déspota que con la excusa de luchar por una herencia que nadie reclama salvo él despliega toda la intolerancia y la cerrazón de una personalidad tamizada por el pasado. Claro, el padre, Antonio tiene las de perder, porque en este viaje en el que el pasado se crea, se recrea y se recuerda, las figuras que componen esa familia son la suma de los recuerdos de todos, pero reconstruidos por la mente y el corazón de Javier. La fragilidad de la memoria, la estampa dura de un país a lo largo de muchos años y cambios, las complicadas relaciones entre los miembros de una familia, los recuerdos manchados de uno de los actores de esa familia, una madre sufrida y sufridora... el relato inventado o no de una época y de unas gentes tan reales como nuestra propia familia. Y puede que si contáramos la historia de nuestra familia no resultara interesante, como la de Javier (le llamo Javier porque desde el momento en el que me dio la mano y luego su corazón, se convirtió en mi amigo) pero como él dice: "si la cuento con gracia... ". Y Javier Lara no es que tenga gracia. Tiene gracia, drama, tragedia, tiene a su madre, tiene a su hermana y a su hermano, a su padre, a sus abuelos, al peluquero, a los paisanos del pueblo, a todo lo que se le ponga por delante y es como si habitaran dentro de él o como si se los hubiera tragado. Cualquier actor sabrá que pegar esos cambios que pega él, dar esos saltos mortales ya no solo de composición física y vocal sino sobre todo emocional es complicadísimo. Y Javier lo hace con la punta. Pasa de un extremo a otro con apenas un ligero cambio, en lo que dura un pestañeo. Y no te digo ya emocionalmente. Lo que hace mi amigo Javier es prodigioso. Se pega una paliza no sólo física, que también sino emocional, de la que no sé cómo saldrá. Porque si tú como espectador ves a tu padre (¿quién con más de 40 años no asocia a su padre con "Siboney"?) y ves a tu familia y sales tocado tras ver esa historia puede que inventada o puede que no, no sé cómo acabará el, que ya de entrada se ha tirado media función con la lágrima colgando del ojo pero sin dejar que escurra (la autocompasión y el llanto por uno mismo son terribles en un personaje). En definitiva, que lo que hace mi amigo Javier es un puto ejercicio que debería ser obligatorio para cualquier estudiante de interpretación.




Lo mejor de todo es el poder embrujador de la función, cómo te agarra el alma y te la lleva volando como en una alfombra mágica por terrenos dolorosos, cercanos y juguetones y te muestra, a vista de pájaro, cómo somos o hemos sido todos y todas las familias españolas de los últimos 50 años. 
La clave de contar historias es recordar y al recordar reinventamos y creamos nuevas historias. Eso tiene que ver con la libertad. Al recordar nos sentimos libres, aunque inventemos, por eso no hay que dejar nunca de recordar, aunque sea hacia delante. El futuro es ficción, el pasado fue ficción alguna vez y puede que lo siga siendo. Esta historia deshilachada, deformada y desordenada nos invita a recordar y a ejercer de seres libres. A fin de cuentas, ¿quién no se ha inventado alguna su propio pasado en "b"?  Silencio de una hora.



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