jueves, 23 de noviembre de 2017

El gato montés. Teatro de la Zarzuela.

Las cosas como son. "El gato montés" es un montaje redondo. Bueno, casi redondo. 
Este montaje es de 2012 y ha recorrido toda la geografía española. Ahora se cumplen 100 años desde el estreno de esta "ópera popular" y el Teatro de la Zarzuela retoma este valor seguro. Y es que si tienes a José Carlos Plaza dirigiendo el asunto ya sabes que la calidad va a dominar el escenario. Plaza se toma el trabajo como si se tratara de un espectáculo dramático. En realidad eso es  exactamente lo que es: una función teatral con todos los vericuetos de un espectáculo teatral solo que encima, los actores tiene que cantar. Por cómo yo concibo la lírica, esto tiene que ser así siempre. SIEMPRE hay que saber que lo que haces es una función de teatro, un trabajo escénico con la dificultad añadida de que tiene que ser cantada. 



Los responsables de encargar a Plaza la dirección de esta obra sabían perfectamente lo que hacían. Como lo sabían quienes retomaron este montaje para la temporada actual. Porque "El gato montés" es directamente una tragedia verista. Y ese es el terreno natural de Plaza. Bueno, lo cierto es que el maestro Plaza domina todos los terrenos, pero una tragedia como esta parece que lleva escrita el nombre de José Carlos Plaza en la frente. 
Y así es como él se plantea el espectáculo. Como una tragedia en la que planea la imagen de la muerte casi desde que sube el telón y vemos a Soleá con la imagen de la parca enturbiando su mirada. 
Escenografía oscura, sencilla y tenebrosa. Con un primer y tercer acto más realistas y un segundo acto sombrío y simbólico. Francisco Leal despliega toda una gama de luces, sombras, tonos terrosos y que echan raíces en el escenario. Quizá estéticamente peque un poco de añejo, pero cumple su cometido. Enraiza la tragedia en la tierra. Personalmente el espejo del acto segundo no me gusta pero es incuestionable su poder simbólico. Coherente con el desarrollo tanto musical como escénico de ese acto.



Cristina Hoyos se encarga de las coreografías vibrantes y trágicas. Ramón Tébar arranca notazas de la ORCAM y aunque en algún momento parece no apoyar a los cantantes, entre todos llegan a los acuerdos necesarios para que se te remueva el poderío en la butaca. 
En esta ocasión no se puede hablar de un primer y un segundo reparto sino de artistas que cantan unos días y artistas que cantan otros días. Pero el nivel de todos es tan sideral que establecer rangos es injusto. Yo tuve el privilegio de disfrutar del trabajazo de un elenco en el que Rafaeliyo era Alejandro Roy, un tenor con buena voz, agudos fáciles y una potencia encomiables. Aunque quizá el físico no le ayude demasiado. Aún así se llevó una gran y merecida ovación. Miguel Sola compone un Padre Antón perfecto, divertido y simpaticón a diez centímetros del Don Camilo de Fernadel. Casi tan simpático como el Bárcenas... digo, el Hormigón de Gerardo Bullón Bravo para los dos. Milagros Martín, brillante como siempre. Ha pasado por todos los roles, de la Soleá a la Frasquita y a la gitana. Vozarrón y presencia escénica apabullantes. Grandísima. César San Martín cantó un Gato asombroso, con la voz quizá un poco oscura pero con un gran poderío y mucha profundidad. Actoralmente pisa fuerte el escenario. Un primer acto asombroso y un final bestial también. 

  

Y Carmen Solís. Vocalmente es un prodigio. Canta como si tal cosa, con unas notas bellísimas y rellenas todas y cada una de sentido y de emoción. Y escénicamente es un actrizón que cada gesto, cada movimiento, cada mano que levanta, cada giro de cabeza, cada escalofrío que le recorre el cuerpo son producto de una emoción, de cantar desde el conocimiento de lo que dice, de para qué lo dice y de con qué notas lo dice. Según se levanta el telón notas en su densidad corporal que la tragedia está presente en ese páramo. Y transita por los sentimientos con una naturalidad pasmosa que sólo da el conocimiento de lo que hace y de por qué lo hace. Pasa del fatalismo a la alegría, al dolor, a la nostalgia, a la rabia, a la pasión, al terror, al amor y a la muerte así con una facilidad estremecedora. Cuando la ves y la escuchas sobre un escenario sólo quieres que siga y que cante más y más. Realmente creo que esta Soleá va a convertirse en uno de sus roles preferidos. Y míos.





Enhorabuena de nuevo al Teatro de la Zarzuela porque ha vuelto a acertar. El montaje de José Carlos Plaza es sólido y tenebroso, con el peso de la tragedia y un amor por las notas indudable. Quizá a ratos sea demasiado sombrío y algo anticuado. No sé decir por qué, quizá en la imaginería del segundo acto. Pero a pesar de todo saca todo el brillo que tiene la grandiosa partitura y regala a los intérpretes la oportunidad de lucirse como actores y brillar como cantantes. 
Y qué coño, que sales del teatro con el regustillo de haber visto un GRAN espectáculo y tarareando eso de "torero quiero seeeeer".         
  
  Las fotazas son de Javier del Real, un mago de la cámara.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Léucade 38º 20º. Teatro de las Aguas.




Los mecanismos de la maquinaria teatral son extraños e insondables. Que conste que estas palabras no son una queja hacia los espectáculos que triunfan, obviamente, sino una reivindicación de los que se quedan en las sombras, ocultos en la maraña de la multiprogramación (una lacra que habría que combatir) y no consiguen traspasar ni llegar a ser ni siquiera conocidos por el público. 
Entre estos espectáculos "menores y ocultos" tengo que destacar dos joyas que he visto recientemente. "La escena nº 12" en Nave 73 es una joya teatral. El texto es cautivador, muy pero que muy para teatreros y gente que ha pasado por una sala de ensayos y los actores, Marta Matute, José Gómez-Friha y Eleazar Ortiz están simplemente inmejorables. Bueno, pues el día que estuve yo seríamos unos 30. 
Peor parte se llevó "Léucade 38º 20º" en el Teatro de las Aguas. Ahí rondaríamos los diez. Y este espectáculo debería tener la sala llena. 
Venezia teatro por un lado y la Cia. Vía Muerta por otro lado hacen teatro por amor. Por amor al Arte. Y a veces por amor al arte. 



"Léucade 38º 20º" es un texto escrito por Mónica García Ferreras que bebe de varias fuentes y que nos cuenta la historia de una mujer, Nora, que vive refugiada (o escondida) en una isla. Supuestamente esa isla es el lugar más seguro del mundo. El más oculto. Pero un día, aparecerá por sus costas un extraño y esa seguridad, ese refugio se verá desmoronado de repente. Por culpa del amor, claro.
Los dos personajes presentes en la función y los otros que deambulan por la historia (padre, esposa, socio, supuestas vidas pasadas...) viven en prisiones interiores tan oscuras y dolorosas como los mundos de los que intentan escapar. Porque no hay mayor cárcel que la cárcel interior de un alma herida y cerrada a cal y canto al aire, al mar, al horizonte. Cuando reduces tu mirada a donde alcanzas tus ojos terminas por hacerte pequeño, por no tener perspectiva y por hacerte diminuto, frágil, asustadizo y cobarde. 
Así estos dos personajes se han creado unas barreras más inhumanas que las físicas y viven encerrados en ellos mismos sin dejar que el mar ni el aire les hagan volar. 
La historia es dura, los personajes taciturnos y sombríos y el ambiente que se crea en la sala, casi irrespirable. Porque el ser humanos es más cruel que cualquier circunstancia. Hasta las guerras las creamos nosotros, no surgen solas. Y la soledad y las heridas de estas dos víctimas son internas e incurables. Ni siquiera el atisbo de amor que surge es capaz de iluminar sus vidas.



Mónica García Ferreras se encarga de dirigir el espectáculo y desde luego es un acierto porque como autora sabe perfectamente dónde y cómo incidir. Impregna la función de un fatalismo trágico que avanza sin desvelar el drama. Además Mónica y su compañía trabaja desde un sitio que siempre es el mejor. Desde el amor a sus proyectos y desde la sinceridad más absoluta. No contarán con grandes escenografías ni con medios aparatosos, pero tampoco los necesitan. Hombre, a ver, está claro que si estuvieran en el Lara, por ejemplo, o en la pequeña del Español, todo cambiaría, la dinámica, la gestualidad, los desplazamientos por el espacio... pero la base fundamental de su trabajo es el AMOR. El querer hacer teatro sí o sí. Ojalá no tuviera que ser así, pero si tienen que luchar contra las multiprogramaciones, con la falta de promoción, con los mastodontes y los grandes nombres, y los vales de descuento y las invitaciones a mansalva, lo hacen. Y luchan. Y pelean y a veces no ganarán, pero pase lo que pase trabajarán con el mismo amor. 
Mónica junto con Diego Ramírez se encargan de dar vida a estos dos seres heridos, perdidos y ocultos. Y los dos están maravillosos. Están invadidos por la amargura y por la falta de recursos vitales para ser empáticos, optimistas y de colores. Son dos almas cerradas y escondidas en ellos mismos y pintados en blanco y negro. O mejor dicho, en color sepia. Naturales, espontáneos y con mucha química. Una gran pareja teatral. 




Esta función acaba de nacer. Es cierto que quizá en algún momento le falte afinar el ritmo pero eso es algo que se consigue con el tiempo. Haciendo la función una y otra vez y entrando en comunicación con el público. Juntando miradas. Ahora está en un punto goloso y muy bueno porque está empezando a crecer. Y necesita alimentarse de la mirada del público, y que ellos sientan qué funciona, qué no, dónde la gente se remueve en la butaca y dónde se congelan del terror. La vida real del espectáculo como ser vivo. Y para eso necesitan que vaya gente, tener público y tener funciones. Así que por dios, hagamos algo para que "Léucade 38º 20º" tenga vida. Mucha vida. Y si tiene que pasar a una sala más grande, y que la programen en fin de semana, y que aparezca en las revistas y anunciada y promocionada como es debido. Coño, que cuando se hace teatro sincero la única salida es apoyarlo.